-Oi, bem-vindo! Tudo bem? -La mulata que nos recibió en la entrada de Donna nos regaló una amplia sonrisa de ortodoncia.
-Você tem reserva? -preguntó.
-Não tem -dije. Me gusta el portugués. Es un idioma amable, como el italiano. Aunque no sepa hablarlo, siento que puedo darme maña. Supongo que con Cris -así dijo la mulata que se llamaba- logré hacerme entender, porque enseguida nos explicó que la noche venía tranquila y que podíamos quedarnos igual. Ojalá supiera hablar más idiomas. El inglés no siempre es tan útil como le vendieron a mi mamá cuando yo era chica.
Cris nos señaló dos mesas entre las que podíamos elegir. Preferimos una con vista al mar, pegada a la ventana. Nos entregó un menú a cada uno y nos dejó en manos de Leo y de Giovanna. Él, un amor de simpático: peruano oriundo de Trujillo, cuando nos escuchó hablar en español nos preguntó de dónde éramos.
-¿De Buenos Aires? Tengo una hermana que vive en Quilmes -dijo. Imagino que tener algo en común con nosotros lo puso contento, tal vez porque tendría que remarnos menos que a otros comensales. Con Giovanna no logré que prosperara el diálogo. Por momentos, la veía de pie junto a los ventanales del fondo del salón con los ojos fijos en el mar, me pregunto pensando en qué. Su uniforme, un vestido negro corto bastante pegado al cuerpo, me recordó a los disfraces de mucamita que se consiguen en los sex shops. Llevaba en la cabeza una vincha con una flor al costado y unas zapatillas rojas que le permitían moverse de una lado a otro con rapidez, sin emitir ningún sonido. Había un tercer mozo del que nunca supe el nombre, pero que se parecía a un futbolista de la selección de Brasil: flaco, de estatura media, piel café con leche y pelo tirado hacia atrás en una colita que terminaba en un ramillete de rulos mota. De los tres, fue Leo quien tomó las riendas. Nos hizo unas cuantas recomendaciones y anotó todo en una libreta de bolsillo. Elegí el dúo de ceviches: uno clásico y otro chalaca. Leo esbozo una media sonrisa y asintió con la cabeza. Los chefs también eran peruanos -me dijo- y el ceviche es una de sus especialidades. Satisfecha, devolví el menú y apoyé mis manos sobre la mesa, expectante. Alejandro no estaba seguro si pedir el congrio a la beurre blanc o los espaguetis con frutos de mar. Resultó que el congrio no era -como pensamos- cangrejo, sino un pez con forma de anguila.
-Entonces serán las pastas -dijo, sin intención alguna de ofender al congrio. Leo anotó diligente y nos preguntó qué íbamos a tomar. Además de las aguas de rigor (sin gas para él, con gas para mí), pedimos un vino blanco para acompañar la cena y un Moscow Mule mientras nos marchaban la comida.
Era una tarde bellísima y aún no había oscurecido. Le pedí a Leo que nos llevara el cocktail y un paquete de Dunhill a una de las mesas bajas en el deck con salida a la playa. Y repelente, porque el tamaño de los mosquitos era abrumador. Nos sentamos bien pegados uno junto al otro y de cara al mar. El jarro de cobre, frío al tacto, iba y venía de sus labios a los míos. El líquido era entre dulzón y refrescante, con una cantidad de alcohol más que tolerable para nuestros estómagos vacíos. El ruido de las olas que rompían contra la orilla se mezclaba, como un sampleo, con el bossa nova de fondo. Aspiré todo el aire fresco que pude y me armé de coraje. Pedir disculpas por la cotidianidad también es un acto de valentía. Nos prometimos paciencia y tolerancia. Lo miré a los ojos y lo besé. Sabía a vodka y arena. Sonará a cliché, pero quería detener el tiempo. No mucho, solo un rato más antes que oscureciera.
-La comida está lista -la voz de Leo me sacó del trance. Entramos tomados de la mano, como cuando éramos novios. Alejandro corrió mi silla hacia atrás. Sonreí. Me gusta cuando repara en esos detalles. Giovanna y el otro mozo trajeron nuestros platos. Olha que coisa mais linda, mais cheia de graça, e ela menina que vem e que passa, num doce balanço a caminho do mar. El timing de Garota De Ipanema fue perfecto. Giovanna dejó sobre la mesa una tabla con dos copas -una por cada ceviche- y un vaso con los chips de plátano erguidos sobre una base de maíz gigante. El otro chico presentó ante Alejandro un plato hondo con unos espaguetis cubiertos por una salsa con calamares, vieiras, langostinos y mejillones. Cuando Leo le ofreció queso rallado, la cara se le iluminó. Fueron tantas las veces que lo retaron por pedirlo, que le alivió no tener que dudar de sus propios gustos. Lo dejé feliz espolvoreando sus pastas con queso y volví a mis ceviches. Su perfume a mar y cítricos era embriagador. El clásico tenía pescado blanco marinado en leche de tigre, cebolla morada, cilantro y ají. El chalaca era un mix de pescado blanco, pulpo y calamares fritos, sobre una salsa fresca de tomate y ají amarillo. A pesar de sus diferencias, la esencia de ambos era la misma. No pude evitar pensar en Alejandro y en mí. Levanté la vista y me las ingenié para mirarlo por entre las aberturas de los larguísimos chips de plátano. Ahí estaba él, mi compañero de vida. Enrollaba sus pastas en el tenedor y se inclinaba sobre su plato para llevar la comida hasta su boca. Lo amé en silencio como lo amo gran parte de todos los días. Sé que lo sabe, pero en ese instante fugaz me determiné a decírselo más seguido, no vaya a ser cuestión. Probé mi comida. Sentí la carne tierna del pescado, el crocante de la cebolla, la acidez de la lima y la frescura del cilantro. Había también un laborioso picante sutil que se abría paso entre el resto de los sabores. Sorbí una cuchara colmada de leche de tigre y me recosté en el espaldar de mi silla para saborearla como si fuera un buen vino. Cerré los ojos y por un momento mágico logré olvidarme de todo.
Alejandro me ofreció su tenedor envuelto de espaguetis, con un trozo de vieiras por encima.
-Probá -me dijo. Las pastas estaban al dente y la salsa deliciosa.
-Ahora vos -dije. El intercambio siempre es mandatorio. Intenté pescar algo de mi ceviche, pero el copón me la complicó bastante y terminé toda salpicada. Lejos de sentirme torpe, me reí. Alejandro se rió conmigo. Si por algo nos casamos, fue para no tener que volver a preocuparnos por cosas como esas. Logré darle un bocado de cada uno. Él no es muy del pescado pero le encantaron. Fue un contrapunto fresco para su plato de pastas que, para esa altura, estaba casi vacío. De haber tenido pan, sé que tampoco hubiera quedado salsa. Aunque no fuera igual, se las ingenió con los chips de plátano. En el mientras tanto, terminé con mis ceviches. Usé la servilleta de mi regazo hasta quedarme sin labial con qué marcarla. Un sorbo de vino más tarde, estaba lista para pedir el postre.
Nuestro Crème caramel llegó a la mesa acompañado por la voz de Róisín Marie Murphy, con una versión bossa nova de Sing it back. When you are ready, I will surrender, take me and do as you will… Have what you want, your way’s always the best way. La consistencia del flan era firme y esponjosa. El caramelo era de color pardo oscuro y de sabor intenso. El helado de moras mantuvo su compostura incluso después de las fotos que le sacamos. Había también en el plato una farofa de almendras (una especie de crumble) y frutos rojos frescos. Por ser un postre compartido, nos ayudamos mutuamente con las cucharas para armar bocados que tuvieran un poco de todo. Fue inevitable terminarlo rápido. Dicen que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Cuando el salón empezó a llenarse de conversaciones ajenas, Alejandro pidió la cuenta. Después de pagar, se acercó por mi izquierda y me tendió la mano, invitándome a dejar el salón. No fue fácil, porque hubo que ignorar el pedido de No Mercy, que suplicaba de fondo Baby come back, you can blame it all on me… I was wrong, and I just can’t live without you. La vuelta fue por la playa, cerveza en mano, envueltos en la oscuridad y la calma.
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