Llegamos tempranito, como dios manda, arremangados y bien dispuestos para ayudar con lo que fuera necesario.
Alan ya estaba a full con su mega cámara, capturando el mejor perfil de los muffins de banana, mientras Vale batía sin pausa la mezcla de huevo para sumergir las rodajas de pan que en breve se transformarían, como mariposas, en pintorescas french toast.
Sin perder el tiempo, dejé a bebito feliz con sus juguetes y me puse a sacar el relleno de la salchicha parrillera que esperaba solita sobre la mesada, para luego pasarle la posta a Ale, que se encargó de saltearlo en su propia grasa hasta dejarlo doradito y brillante. Casi como coordinados por un director de orquesta invisible, todos cambiamos nuestras posiciones en perfecta armonía: Alan pasó de las fotos al armado del yogurt parfait, Vale de las french toasts a los english muffins, Ale del salteado al bebito, y yo, del bebito a los mini churros. Todo el departamento parecía una gran cocina de restaurante, en donde cada uno se improvisó una estación de trabajo para hacer su parte en este brunch que pintaba tremendo.
No caben dudas de que había equipo.
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